viernes, 4 de junio de 2010

El genocidio neocolonial: los selknam, 1880-1930

por Martín Gusinde

(selección, comentario preliminar y edición: Mario Rabey)

Frag
mento de Gusinde, Martin, Die Feuerland-Indianer (Los indios de Tierra del Fuego). Tres tomos, Viena 1937, Sobre una investigación realizada en Tierra del Fuego entre 1918 y 1923.

Edición Digital:
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

Hacia 1870, los Selk'nam (mal llamados Ona) , habitaban las mesetas de Tierra del Fuego en un número de tres a cuatro mil personas. Esto según la máxima autoridad en el tema: Martin Gusinde, el etnógrafo que trabajó sobre su cultura, y con ellos, entre 1918 y 1923 . Según el mismo autor, hacia 1918 solamente quedaban menos de trecientos, luego de las masacres que habían sufrido a manos de buscadores de oro y estancieros. Para 1930, la gripe había hecho su trabajo, quedaban unos cuarenta Selknam: el 99 por ciento de la población de dos generaciones atrás había muerto. La foto siguiente es del minero de oro Julius Popper cazando indios Selknam en 1880. La foto forma parte de un álbum que Popper obsequió al presidente argentino Juárez Celman. Martin Gusinde relata cómo los cazadores «enviaban los cráneos de los indios asesinados al Museo Antropológico de Londres, que pagaba ocho libras por cabeza».Las expediciones mineras fueron las responsables de gran parte de las muertes por acción directa en contra de los Selk'nam. La otra parte se debió a la acción inmediatamente posterior de los estancieros que necesitaban liberar el territorio de indios para dedicarlo a la cría extensiva de ovejas. Los Selknam, los pobladores de las planicies de Tierra del Fuego, fueron casi completamente eliminados. Un pueblo, su gente, su cultura. Inmediatamente después de la "Conquista del Desierto". Un "Desierto" que estaba habitado por pueblos, gente, culturas. Un "Desierto" donde se vivía, se dormía, se cazaba y recolectaba, se cocinaba, se comía, se hacía el amor y se hacían fiestas. Un Desierto sin Civilización. Pero dejemos la palabra a Gusinde.

El número de habitantes Selk’nam en el momento de la penetración de los blancos sólo puede calcularse aproximadamente. La consideración de las condiciones naturales en la actualidad y su actividad económica nómada, contribuye a calcular con bastante aproximación dicha cifra de población. Las difíciles condiciones naturales han originado una nivelación entre nacimientos y muertes; nunca ha sobrepasado su núcleo de población de lo que la llanura aprovechable le ha podido ofrecer en materias alimenticias.


La Isla Grande de la Tierra del Fuego presenta una llanura de cerca de 48.000 Km, que corresponde a la extensión de Württernberg, Baden y Alsacia-Lorena. Indudablemente no tenemos en cuenta para el cálculo de nuestros Selk’nam el saliente suroccidental, con sus muchos y entrecortados fiordos ni tampoco los macizos montañosos cubiertos de hielo y nieve. En realidad, sólo han recorrido un poco más de los dos tercios de la extensión de la Isla, unos 35.000 Km. Si para este cálculo aproximado se atribuye a cada persona una parte de llanura de 10 Km -cuya proporción no es muy elevada para una tribu de caza nómada-, se puede deducir con la mayor exactitud posible que la máxima población de los Selk’nam en los primeros tiempos era de 3.000 a 4.000 personas. Después de una existencia tranquila y feliz a lo largo de siglos, se ha reducido su número en los últimos sesenta años a unas cincuenta personas. El europeísmo, ha aniquilado esta vigorosa tribu.

Ahora tengo que poner sobre el tapete el lamentable espectáculo de la destrucción de esta excelente tribu por los codiciosos europeos. No es agradable desde luego esta tarea, pero tengo la esperanza de describir con algunos párrafos, y fiel a la verdad, el criminal desarrollo de esta matanza en masa.

Como en muchas otras partes del Nuevo Mundo ha penetrado también en este apartado rincón de la tierra, llegando hasta las moradas de los cándidos indios, el hombre blanco civilizado ávido de ganancias, provisto de armas de fuego y venenos; y no ha soltado sus mortíferas armas hasta que ha hecho completamente suya la región deseada. Ha avasallado con desenfrenada violencia los más sagrados derechos humanos. Ninguna fiera se ha comportado de tan manera cruel como lo han hecho los blancos contra los indios indefensos. Estos renglones deben ser una permanente protesta contra aquellos cazadores de hombres, que han aniquilado sin compasión al pueblo de Selk’nam.

Para el que conozca la historia de los viajes marítimos no necesito repetir cuán inferiormente han sido juzgados los pueblos salvajes por los navegantes de la época de su descubrimiento. Casi sin excepción tenían un sangriento fin el primer encuentro de los europeos con los indígenas, sean de la tribu que sean. Como puede comprobarse han sido los blancos los que siempre y en todos los lugares han empezado con crueldades, hasta que al fin los muchas veces desengañados y oprimidos salvajes, han dado libre curso a su venganza contra cada uno de los europeos. 

También a nuestros Selk’nam les ocurrió lo mismo. Anteriormente se ha descrito que el Almirante de la flota española, Sarmiento de Gamboa, el «descubridor y de los Selk’nam», mandó a sus marineros que cogieran prisionero a un hombre del tamaño de un gigante del primer grupo de indios que se encontró y que se lo llevaran arrastrando hasta el barco. La misma caza de indios, la han repetido posteriores navegantes, entre otros, por ejemplo, el holandés O. van Noort, el 23 de enero de 1619, en la bahía del Buen Suceso, en el extremo sur-oriental. Por lo tanto, no es de extrañar que más tarde los indígenas se fueran reprimiendo poco a poco en sus demostraciones de amistad hacia los advenedizos europeos.
Cuando hace setenta años y ante la general sorpresa, se descubrieron ricos yacimientos de oro en muchos lugares de la región del Magallanes, arribó allí un aluvión de aventureros. Poco después del año 1880 intentaron por primera vez unos pequeños y audaces grupos de buscadores de oro, penetrar en el interior de la Isla Grande. En aquellos años no existía ni autoridad civil ni policía, nadie podía ser observado en sus actividades y mucho menos exigirles responsabilidades. La sed de oro llevó a muchos aventureros y criminales, y casi siempre el encuentro de éstos con los muchos más débiles indígenas traía funestas consecuencias para los últimos. 

Uno de los que causó peores estragos fue el rumano, Julius Popper con su banda de cerca de cincuenta buscadores de oro, compuesta de vagos criminales y de huidos políticos. Trabajaron primero en la costa norte de la Bahía: de San Sebastián, en el rico yacimiento aurífero del Páramo; mas cuando el filón se extinguió, se dispersaron los descontentos mineros, dirigiéndose preferentemente hacia el sur. Los indefensos indígenas, al verse sorprendidos por todas partes, trataron de hacerles resistencia con sus ineficaces arcos y flechas, pero entonces ya no hubo indulgencia alguna para ellos. Los hombres fueron tiroteados sin compasión y las mujeres cogidas prisioneras, sirviendo así a la pasión de estos asesinos. Con sanguinaria crueldad continuó sólo Popper. Cadáveres de indios señalan su paso por el ignorado sur de la Isla Grande; el miedo y el terror obligó a los indígenas fugitivos a esconderse en alejados refugios, donde a veces se morían de hambre. ¡Es mucha la sangre y la perversión moral pegada al oro de la Tierra del Fuego! 

Otros no menos cazadores de indios fueron el escocés Mac Lenan, que más tarde fue administrador de una gran estancia en Bahía Inútil y el inglés Sam Ishlop. Este último saciaba su indomable pasión maltratando de la forma más repugnante a todos los indios que caían vivos en su poder, profanando después sus cadáveres; mientras que Mac Lenan pagaba una libra inglesa por cada indio asesinado. De semejante forma pudo conseguir en un año una ganancia complementaria de 412 libras inglesas, pues interpretaba y practicaba la caza del hombre como un deporte. A los buscadores de oro siguieron otros enemigos de los indios más perversos y peligrosos: los estancieros. En el año 1878, se intentó por primera vez la cría comercial del ganado. Cuando a pesar del largo invierno se obtenían tan buenos resultados, se instalaron en la orilla norte de la Isla Grande de la Tierra del Fuego varias estancias, cercando con alambradas extensas llanuras; con ello se les ocupó a los indios de su coto de caza, quitándoles su principal fuente de alimentos. De forma significativa reproducía el periódico inglés en el año 1872, las siguientes líneas sobre la Tierra del Fuego: «Indudablemente, la región se ha presentado muy apropiada para la cría del ganado; aunque ofrece como único inconveniente la manifiesta necesidad de exterminar a los fueguinos». (Citado en la revista misional inglesa, XVI, 237; Londres, 1882). 


Inmediatamente pusieron manos a la obra los codiciosos europeos. Cuando los hambrientos indios se aproximaban a los cercados, eran recibidos a tiros por los guardas y pastores. Los guanacos y cururos habían sido ahuyentados por los intrusos blancos y en su mayoría aniquilados; en su lugar pastaban ahora miles y miles de carneros, los «guanacos blancos», como se les llamaba. No es extraño que los hambrientos indígenas atraparan algún que otro carnero. Los estancieros, sin embargo, exageraban el alcance de aquellos robos, atribuyendo, a los indios toda clase de fechorías y afirmaban que se encontraban seriamente amenazados en su seguridad personal. Nutridos grupos de servidores de los estancieros, provistos de armas modernas, acrecentados con toda suerte de vagos y criminales, entre ellos los desengañados buscadores de oro, organizaron metódicas cacerías pasando por las armas a todos los indios vivos que se encontraban en los alrededores del extenso círculo de la colonia europea. Algunos colonos ofrecían hasta una libra inglesa por cabeza y pagaban también la misma cantidad por un par de orejas de indio asesinado. Quien cazaba una puma en la Patagonia meridional recibía la misma recompensa. ¡Fiera y Selk’nam eran considerados como iguales! El italiano Ardemagni informa de otra crueldad que ilustra claramente la capacidad comercial de aquellos granjeros: «Enviaban los cráneos de los indios asesinados al Museo de Antropología de Londres, el cual pagaba hasta ocho libras esterlinas por cabeza. No se respetaba en esto ni a mujeres ni a niños ni a ancianos».
La situación de los Selk’nam se hacía cada vez más insostenible. Si al principio habían cogido algún carnero impulsados por la necesidad, empezaron más tarde a vengarse, causando daño a los estancieros. Cortaban los alambres de los cercados, ocasionando la huida de los carneros y llevándose en la oscuridad de la noche a grandes rebaños hacia pantanos y desfiladeros, donde cogían alguna que otra pieza. Si eran sorprendidos en estas actividades, partían las patas a los animales y los dejaban abandonados. También los perros salvajes azuzaban a los carneros, y así muchos murieron a consecuencia de las mordeduras en el cuello. Así, de aquellas primeras disputas se había pasado a grandes robos que, a su vez, provocaba la venganza de los estancieros contra los indios.

Aunque hay que admitir, en honor a la verdad, que se amenazaba a los ganaderos de no poder conseguir el fruto de su trabajo, hay que considerar también, la terrible situación de necesidad en que se hallaban aquellos indios. El viajero norteamericano F. A. Cook se ha expresado sobre este punto de la siguiente forma:

«Los muchos miles de guanacos blancos que pacen pacíficamente en los cotos indios, constituyen un espectáculo de irresistible tentación para sus primitivos habitantes, hambrientos y casi desnudos, que los divisan desde las heladas selvas. ¡No debemos calificarlos de ladrones cuando ven a sus mujeres e hijos y a todos sus seres queridos casi famélicos y cuando precisamente por eso descienden valerosos y ante bocas de nuestros fusiles Winchester, cogen aquello que consideran producto de su propia tierra!». 

La cadena de crueldades no se acaba con los anteriores datos. Algunos estancieros habían venido de Europa provistos con grandes perros de raza y los soltaron entre los refugios de los indios para que los mordieran. Gran número de niños encontraron la muerte con los mordiscos de aquellas fieras. Si conseguían atrapar algún niño o joven les inyectaban un virus contagioso y los dejaban volver de nuevo a los bosques para que contaminaran a sus familias. Otra inhumanidad era poner un trozo de carne de carnero, envenenado con estricnina, en los lugares más fáciles de ver para que, cayeran fácilmente en la trampa. El resultado era tan eficaz que el naturalista sueco Hultkranz habla de «envenenamiento en masas con estricnina» y el viajero alemán Benignus lo ratifica diciendo: 

«Hasta la estricnina se convirtió en aliada de nuestras bestias civilizadas en estos tristes episodios...» 

Resulta bastante extraño no leer ninguna contramedida por parte de las autoridades competentes, aunque la evidencia palpable de estos hechos criminales había dado lugar a firmes protestas contra la sordera e inactividad en las esferas oficiales. Únicamente cuando la opinión pública despertó, merced al enérgico escrito de protesta de los misioneros salesianos, empezaron, al fin, los gobiernos de Argentina y Chile a prestar un poco de atención a los monstruosos hechos que estaban ocurriendo, en las zonas más meridionales de sus respectivas soberanías. Pero la efectiva autoridad estatal se encontraba muy lejos para que se pudiese conseguir un éxito positivo. Se incurrió entonces en una no menos criminal decisión: se transportaba a los indígenas por la fuerza a la isla Dawson donde en aquellos años se acababa de instalar una misión católica. Por todos los lugares de la Isla Grande se levantó una protesta general contra los indios, acudiendo entonces las autoridades, como dice Benignus, «al remedio acreditado de que patrullas militares dieran batidas contra los indios para hacer partícipes a los salvajes de los beneficios de la cristiandad»; los indios fueron hechos prisioneros y deportados. Según el misionero italiano Beauvoir, estos cazadores de indios atraparon en un solo día a unos trescientos indígenas en la estancia Bahía Inútil, llevándoselos desterrados a la mencionada isla.
Corrientemente las desgraciadas víctimas eran embarcadas directamente a Punta Arenas y colocadas allí en unos campamentos al aire libre, bajo la vigilancia de soldados. Como animales de reses se les tenía cercados con alambradas o empalizadas de madera. A veces se vendían a los mayores y jóvenes en pública subasta como si se tratara de un mercado de esclavos, disponiendo el que los adquiría de un criado en su casa. El número de estos desgraciados no se puede calcular ni aproximadamente; el norteamericano F. A. Cook habla de «muchos niños», que como animales indefensos fueron sacados de su patria y no volvieron a ver nunca más a sus familiares. 

Otro aspecto repugnante de la lucha aniquiladora contra el sano y moralmente elevado pueblo Selk’nam queda para siempre de manifiesto en la vergonzosa violación de muchas indias, obligadas a soportar por sus dueños los europeos los más depravadores sufrimientos. F. A. Cook dice sobre aquellos adelantados de la civilización lo siguiente: 

«Compran, arriendan o roban mujeres, cuando se establecen en una mina de oro o en una estancia de carneros» -y añade indignado:- «es una manifiesta injusticia de la avanzada civilización cristiana que estos hombres cobrizos del lejano sur tengan que ofrendar su vida para proteger el honor de sus mujeres contra los inhumanos hombres de rostro blanco». 

Todos los desafueros cometidos contra los indefensos indígenas tenían por objeto dejar libre la parte norte de la Isla Grande para la cría del carnero. Con ellos dañaron gravemente la comunidad del pueblo Selk’nam e hirieron mortalmente la vitalidad de dicha tribu. El horroroso drama de aquella planeada destrucción se desarrolló en unos treinta años. Los aislados supervivientes se refugiaron en la zona de bosques del sur, donde desde que terminaron las mortales persecuciones, continúan viviendo como triste resto de su tribu, de acuerdo en todo con las costumbres heredadas de sus antepasados.
Allí encontré, al comienzo de mis investigaciones en los primeros días de enero de 1919, al escaso número total de 279 Selk’nam. Se han incluido en dicha cifra aquellas personas aisladas que vivían fuera del grupo principal indio; no habiéndose contado los mestizos cuyos padres eran europeos. De cerca de cuatro mil a que ascendía esta, tribu hacia el año 80 del siglo pasado, se ha ido reduciendo este sano y fuerte pueblo salvaje hasta un insignificante número de supervivientes. Su población disminuye paulatinamente, pues la cifra de nacimientos queda considerablemente por bajo de los fallecimientos. Con gran dolor de corazón he sabido que aquel grupo de indios situados en el Lago Fagnano, que me había permitido convivir con ellos sus ceremonias secretas reservados a los hombres y que me hicieron partícipe por ello de su comunidad india, hace poco que ha desaparecido completamente, víctima de una epidemia de gripe. Hoy, cuando esto escribo, viven sólo unos cuarenta representantes auténticos de esta tribu, noticia que sé por la correspondencia que mantengo con una familia amiga establecida en la Isla Grande. 

Ninguna medida de salvación podía ya impedir la desaparición de la magnífica tribu Selk’nam. Si en la época de mayor persecución y de mortal carnicería los valientes misioneros católicos no hubiesen interpuesto su mejor voluntad para defender a los acosados indígenas y para salvar humanamente a los grupos de indios deportados, hace ya varios años que no existiría ningún Selk’nam. 

En las soledades del lejano sur de América han vivido estos indios salvajes durante muchos siglos en paz y tranquilidad; fuertes generaciones se han ido sucediendo en el transcurso de su viable y singular existencia. Podrían haberse sucedido aún muchas generaciones más, sin molestar a nadie a lo largo del extenso mundo. Una partida de codiciosos europeos se empeñó en establecerse en los primitivos cotos de aquellos indígenas para conseguir rápidamente pingües ganancias. Ha bastado sólo medio siglo para exterminar esta primitiva tribu india de una incalculable antigüedad. ¡Triste destino del pueblo Selk’nam!